La pluma del poeta ya no suena,
le asfixia el papel blanco y virginal.
El trazo sabe amargo y estival
olvidados sus cantos de sirena.
Esta melancolía es su condena
enredada a su cuello en espiral;
ronca sonríe, clavado el puñal.
Muere, al filo de un verso, de pena.
Perdido el pulso gana la cadencia
de los días cenizos y gastados,
ávidos de palabras embriagadoras.
Culpables son los versos encerrados
que ardían en su lengua con urgencia
mientras trenzaban rimas traidoras.
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